Cartagena, con su vibrante y festiva ciudad amurallada, sus atardeceres de ensueño y sus icónicas Palenqueras -mujeres vestidas de colores con una palangana de frutas en la cabeza-, es la joya que muchos conocen de Colombia. Pero esta ciudad histórica es sólo el preludio del extenso y variado territorio que es el Departamento de Bolívar.
Bolívar se despliega como un manto de contrastes, sumergiendo su extremo norte en las aguas turquesa del Caribe y extendiéndose al sur hacia las majestuosas faldas de los Andes. Se trata de un tapiz de vida donde los campos verdes, rebosantes de yuca, ñame y maíz, se entrelazan con la sombra de imponentes palmeras y los pastos donde el ganado pasta plácidamente.
Pero este hermoso paisaje esconde un pasado complejo.
Unas dos horas al sur de Cartagena se despliega un mosaico diverso de poblaciones dentro de pequeños asentamientos conocidos localmente como veredas que abrazan un laberinto de ciénagas. Este intrincado ecosistema de canales y pantanos, vital para el equilibrio ambiental, ha sido también escenario de lucha durante el prolongado conflicto armado que ha marcado la historia de Colombia.
«Uno sabe que en muchos países se vive la guerra, pero nosotros en Colombia no estábamos preparados para nada de lo que sucedió», relata Saray Zúñiga, quien no duda en reconocerse como víctima del conflicto armado que azotó a la nación sudamericana por más de medio siglo.
En 2016, Colombia dio un paso histórico hacia la paz al firmar un acuerdo con su principal grupo guerrillero. Como parte de este compromiso, el Gobierno se propuso impulsar el desarrollo rural del país, con el acompañamiento de varias organizaciones, entre las cuales, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) tiene un rol estratégico en la implementación de tan crucial tarea.
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Gracias a ello Saray y su comunidad han encontrado ahora un espacio para narrar sus historias de dolor y resiliencia, un paso crucial en su proceso de sanación y en la construcción de un mejor futuro.